viernes, 4 de noviembre de 2011

Ojos Azules

                                              
¡Sinvergüenza, estamos aquí los primeros y viene él y se los lleva!... Fernando se había levantado a la seis de la mañana, como todas las mañanas desde hacía más de cincuenta años. Casi nunca había tenido que faltar al trabajo. Siempre llevaba a gala no haber estado nunca enfermo, ni haber tomando nunca una baja. Sólo, cuando nacieron sus hijos faltó al trabajo. La primera vez que tuvo a Elena en brazos se le saltaron las lágrimas, no podía creer que aquella cosa tan pequeña fuera parte de él; en especial, le llamaba la atención lo fuerte que era y lo frágil que parecía cuando Petra, su mujer, se la ponía en brazos. El acercaba el oído a su pechito para escuchar el latido de su corazón, va a ser de hierro, lleva una locomotora dentro. Acababa de sonar el despertador, no le hacía falta, pero le gustaba escuchar a aquel locutor de radio. No es que le interesara mucho lo que ocurría en el mundo, pero desde joven estaba obsesionado con las noticias del parte y ahora era tarde para cambiar. Estiró la mano para explorar la cama, sólo, tan vacía desde que Petra le abandonó. Despacio, poco a poco, cuando los huesos y los músculos se hubieron desentumecido, consiguió sentarse en la cama y ponerse las zapatillas. Ya había empezado el día. Anoche estuvo leyendo hasta tarde, como todas las noches no podía dormir. Evocaba tantos momentos pasados cuando la soledad no era su única compañía. Releía sus viejos libros que casi sabía de memoria. Su vista no era buena, había mejorado desde que le operaron de cataratas pero recordarlo le producía mucha angustia. Había tenido que pedir ayuda a un vecino, pues ni sus hijos, ni sus nietos, podían acompañarle aquel día en que después de la operación, cuando ya se marchaba a su casa, había perdido el conocimiento. A pesar de ello, insistía en seguir leyendo; en muchos de sus viejos libros encontraba marcas de su paso por la vida en compañía de Petra y eso le gustaba, no buscarlos, si no encontrarlos. En uno, no hacía mucho tiempo, había recuperado un billete del tranvía, treinta de enero de mil novecientos sesenta rezaba la fecha. Aquel día nació Irene. Tuvo que salir corriendo del trabajo al hospital con La Gaviota en las manos y allí lo encontró tantos años después. Ahora Irene podría ser abuela. Cuando consiguió levantarse, fue arrastrando las zapatillas hasta el baño, encendió la luz y su imagen se reflejó en el espejo; hacía frío, se vio a sí mismo afeitándose años atrás, tenía que quedar rasurado por completo, sin cortes ni sombras grises, esa mañana tenía que recorrer el pasillo de la iglesia con Marta del brazo, la entregaría a ese hombre que nunca le había gustado y que le hizo sufrir lo indecible. Quería ponerse la misma corbata que el día de su boda, se había prometido que aquel pedazo de seda, que tanto le costó entonces y que tan feliz le había hecho, sería para él y los suyos un amuleto de la suerte; ahora no sabía dónde estaba, ni tan siquiera sabía si existía, o quizás era que su memoria no quería saberlo.  Pensó, es el privilegio de los ancianos, pueden olvidar o recordar el pasado según sus apetencias o necesidades. Ya no se afeitaba todos los días, le dolían mucho los brazos y las piernas  cuando se inclinaba hacia delante para verse mejor en el espejo y apurar el afeitado. Seguía usando la maquinilla que le regaló Andrés, mira abuelo, es así de sencillo, sólo le tienes que dar a este botón y pasarla suavemente par la cara. A él no le habían gustado nunca esos artilugios, pero su Andresito era especial y por él marcharía a la luna aunque tuviera que hacerlo en tranvía. Cuando salió del baño, ya había conseguido enderezarse del todo. Echaba de menos a Petra, siempre le esperaba con una sonrisa y un tazón humeante de café con leche. Desde que se marchó, no había vuelto a tocarlo.

Tenía un escudo muy bonito con una flor, Felipe se lo había traído de uno de esos viajes tan largos que él solía hacer. Cuando era pequeño, le compraba cuentos con ilustraciones de las aventuras de Julio Verne y desde entonces cogió el gusanillo de recorrer el mundo por su propio pie; una vez le dijo, abuelo, yo quiero hacer esos reportajes tan guays que hay en la tele. Ahora, sólo tomaba leche con café soluble, se había acostumbrado a su sabor amargo mezclado con el dulce de la sacarina. Hacía mucho tiempo que tenía prohibido comer prácticamente de todo. Eso ya no le preocupaba, había perdido las ganas de comer y lo que realmente le gustada, ni debía comerlo, ni podía permitírselo. Cuando iba al mercado se fijaba en las viudas. Las seguía para ver qué compraban y permanecía atento a las conversaciones con los tenderos para escuchar las recetas. Tenía sus mujeres favoritas, aquellas a las que le gustaban las mismas cosas que a él y ellas, mucho más listas, aminoraban el ritmo al caminar o se repetían varias veces para que las pudiera memorizar. Procuraba ir siempre a la misma hora, si tenía suerte y Manola estaba comprando, tendría un buen plato para cocinar. Se echó colonia, se la había regalado Jaime cuando estuvo en casa la última vez; fue ex profeso a llevársela, había olvidado llamarle para felicitarle por su último cumpleaños. Había sido una visita fugaz, en la práctica sólo le dio tiempo a saludarle y ofrecerle un café, tenía tanta prisa que apenas pudo desenvolver el paquete en su presencia; cuando se la ponía cerraba los ojos y le veía, ¿de quién habría sacado esos ojos azules? Cuando fue a cerrar la puerta, recordó que no había cogido la bolsa de plástico, cogió una de Mercadona, las tenía dobladas en un cajón en forma de triángulo; tal cual, se la echó al bolsillo y cerró la puerta.

Giró una llave tras otras hasta completar las tres cerraduras; ahora venía lo peor, tenía que bajar los cuatro pisos a pie, sesenta escalones más tres del portal; el día que no pudiera, no sabría qué  hacer; pero de eso se ocuparía cuando llegara el momento, ahora, despacio, agarrado a la barandilla nueva, fue bajando escalón a escalón. Flexionar la rodilla y estirarse para llegar al siguiente, le producía un gran dolor en la espalda, pero pasado el primer piso, con los músculos ya calientes, todo iba mucho mejor. Cuando llegó al rellano del tercero, estiró la mano y Petra no estaba, se había ido. Todo empezó cuando Petra se marchó. Comenzó a sentirse sólo de la noche a la mañana; un buen día en la revisión del hospital, el doctor le llamó en un aparte mientras ella se vestía; le miró con ojos de decirlo todo sin articular palabra, ¿es tan grave?, la cara de aquel medico no movió ni un musculo durante unos segundos, como si reflexionara sobre lo que debía decir, pero al final guardó silencio, mantuvo su mirada y asintió una vez al cerrar los parpados; aquellos ojos, mensajeros de mal agüero, se habían grabado en su memoria, azules y cristalinos como los de Jaime. Todo fue tan rápido que no le dio tiempo a asimilar nada, su enfermedad, la soledad, el no saber qué hacer; le acababan de decir que su mundo estaba en ruinas y que en unos días estaría destruido por completo. Aquella mano que tanto le dolía, se la arrancaría si pudiera; antes de sujetarse a la barandilla, se miró esa agorera mano contemplando la línea de la vida, esa palma que le recordaba, al percibir el frio de las sabanas, que estaba sólo. Ella se durmió, pero él vivía una pesadilla de la que no era capaz de despertar. No se había acostumbrado a la rutina del día a día, buscaba cosas que hacer, buscaba referencias a las que agarrarse para organizar una vida que estaba patas arriba desde que Petra se marchó, no le quedaban ganas. Cuando durante tantos años le acompañaba a la Iglesia y se postraba ante la imagen de la Virgen, a pesar de no ser creyente, le rezaba pidiendo siempre lo mismo, deja que me vaya yo antes que ella. Lo había atado todo para que no tuviera ningún problema; en su testamento lo  especificaba, qué hacer con sus restos, el dinero de los ahorros, sus pertenencias personales; estaba todo previsto menos que aquella enfermedad introdujera entre ellos ese silencio mortal que él no era capaz de soportar. Había tenido unas horas de lucidez antes de marcharse. No llegó a abrir los ojos, pero le dijo lo que estaba viendo, estoy con Irene y con Elena, las escucho, me sonríen y me llaman con los brazos; después de aquello no volvió a despegar los labios, se fue apagando poco a poco como el tiempo se llevaba su vida. Esa vida que le había golpeado una y otra vez y ahora, con la bolsa desplegada, iba a llegar tarde a la parada del metro. Hacía mucho frío, se había levantado la solapa del abrigo pero no podía ir más deprisa, a esas horas de la mañana, entre dos luces, la patata, como él decía, no le daba para más. Desde el portal se divisaba la parada, no podía ver bien a lo lejos, aún no había clareado del todo, pero no veía los grandes paraguas de colores, no estaba ni el azul, ni el amarillo ni el rojo. Tampoco parecía que hubiera gente arremolinada, ni esperando; después de todo no iba a llegar tarde. Cuando se acercó a la boca de metro, estaba Lucía con su coleta rubia colgando a través del hueco de su gorra amarilla. Tan simpática como siempre, le dio los buenos días con la música de reproche de siempre, tan temprano aquí, ¿para qué? Enseguida llegó Carlos, con su peto rojo y azul y su gorra con el anagrama. Buenos días le contestó, mirando al cielo para ver si había atisbo de lluvia. Enseguida empezó a llegar más gente, arremolinándose alrededor de los muchachos. La furgoneta blanca acababa de llegar, sacaron los paquetes y los colocaron encima de los atriles, mientras los jóvenes trataban de contener a la gente. Por favor, no se pongan nerviosos, enseguida se los damos, de uno en uno por favor. Cuando empezaron a distribuir los papeles, se acercaron todos a la vez estirando las manos para llegar a los contenedores. Corrillos de personas de su edad, comentaban y discutían, éste se ha llevado más, a mí sólo me han dado cuatro. Fernando llevaba en las manos seis u ocho de cada uno de ellos y los apoyó en el murete de granito para así poder meterlos en la bolsa. Un transeúnte de ojos azules cogió uno de ellos y continuó su camino bajando los escalones del metro, absorto en sus cavilaciones. ¡Sinvergüenza, estamos aquí los primeros, viene él y se los lleva!, pero cuando terminó de increpar al hombre, vio en él algo que le resultaba familiar. Después de tantos años, había vuelto a ver aquellos ojos, aquellos ojos azules, fríos como el hielo polar a los que entregó a Marta en al final de aquel pasillo, aquellos crueles ojos azules que fueron lo último que Marta pudo ver.

                                                           Luiscar



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