sábado, 1 de diciembre de 2012

La Promesa, 3ª y última entrega


LA PROMESA
ENTREGA III

-Se llama, bueno no creo que sea su verdadero nombre, sus compañeros de trabajo le llaman Freddie. Es tan guapo, cuando viene las compañeras se pelean por atenderle, siempre tan educado.
-Bien, dígame, le cortó Domingo, ¿sabe dónde trabaja o dónde vive?
-Esperen un momento que voy a preguntarle a mi compañera Dory, está loquita por él, sabe, –le dijo acercándose a su oído como si fuera una confidencia- seguro que puede contarles más cosas que yo.
            Te descubrí  mi colección de objetos sagrados, las fotografías, los posters, las púas de los inmortales, las guitarras, te mostré las entradas de los conciertos a los que asistí y aquellas que conseguí que me firmaran. Me abrí a ti, te ilustré en un mundo nuevo que muy pocos conocen. Te enseñe a escuchar esos sonidos únicos, como con un solo acorde el planeta dejaba de girar y todo se llenaba de notas musicales, aquellas canciones, las que están escondidas en los vinilos, aquellas a las que no prestas atención hasta que descubres que son la esencia misma de tu ser. No me habría importado habértelo  dado todo menos lo que te llevaste. No hice nada más que cumplir con mi promesa: “aunque tenga que volver desde las profundidades del infierno, siempre estaré cerca para protegerte”.
            Cuando abrieron la puerta Domingo mostró su placa.
-Creímos que estaba enfermo. No solía faltar al trabajo y siempre avisaba cuando tenía necesidad de faltar. Todo el mundo le llamaba Freddie, aunque en realidad se llamaba Fernando, Fernando Álvarez Infante. Gran trabajador. Una personalidad arrolladora, pero desde el suicidio de su mujer no había levantado cabeza, hacía jornadas interminables y nunca tenía prisa por volver a casa.
            Mientras miraba en la ficha de personal, Lorenzo y Domingo cruzaron sus miradas. Lo primero que Domingo enseñó a Lorenzo al llegar a la brigada de investigación era que las casualidades no existen y en segundo lugar que la solución más sencilla era la que más posibilidades tenía de ser la correcta, pero no por ello debía conformarse con lo superficial, siempre había que terminar el trabajo, las suposiciones era mejor dejárselas a los adivinos.
-¿Cuándo le vio por última vez?
-El viernes. Como les he dicho, se iba siempre muy tarde, decía que en casa sólo le esperaban sus fantasmas y silencio. Cuando yo me fui aún tenía el ordenador encendido.
-¿Nos puede anotar su dirección?
-Vivía fuera de Madrid, creo que aún no había vendido la casa, pero cuando murió su mujer se traslado al centro, a la Plaza de la República Dominicana.
-¿Familia? No. No tenía; era hijo único y sus padres ya habían muerto, sólo le quedaba la familia de su mujer.
-Lorenzo, sigue tú por favor, tengo una llamada, disculpe un momento –indicó mientras con el dedo taponaba el altavoz del móvil de donde surgían las notas de ‘España Cañí’
-Domingo –dijo Adriana-, lo tenemos. 192.25.25.69. La dirección IP del nickname de Internet que coincide con el del Ipod y que según telefónica está contratado a nombre de Julia Urende; el piso está a nombre de su padre; dime ¿a que no sabes dónde está ubicado?
-Déjame que lo intente, ¿por el final de Príncipe de Vergara?
-Bingo, Príncipe de Vergara, 253, octavo izquierda
-Adriana, ¿has comprobado a Julia?
-Claro, Domingo. Se suicidó hace tres meses; del padre aún no hay nada
-Envíame a toda la caballería, nosotros vamos de camino.
            Aparcaron en el carril bus, las luces del coche patrulla iluminaban intermitentemente el pequeño jardín donde se encontró el cadáver. A su espalda, a escasos 50 metros se encontraba el portal donde Domingo y Lorenzo cruzaban sus miradas de incertidumbre antes de dirigirse al ascensor.
            Domingo llamó a la puerta, lo hizo con calma, con los nudillos, no quería sobresaltar a alguien que presumiblemente tenía la sangre fría de haber mutilado a un cadáver de aquella manera.
-¡Sr. Urende, policía, por favor, abra la puerta! –su voz sonó autoritaria, imperativa, imposible de desobedecer.
            Les abrió la puerta una persona abatida, con los hombros caídos, mirada triste con ojos color miel en una faz recorrida por profundas arrugas en todas direcciones. Sus movimientos estaban ralentizados, como de alguien que no tiene prisa por hacer el siguiente movimiento ni interés en hacerlo. Era un muerto en vida.
-Buenas días, les estaba esperando. Tengo que reconocer que no han tardado demasiado, les dijo mientras se hacía a un lado de la puerta. Pasen por favor, pueden sentarse si lo desean, yo estaré listo para acompañarles en una par de minutos.
-¿Fue aquí verdad?, preguntó Domingo.
-Sí, en la habitación de al lado. Pueden entrar si lo desean, pero les advierto que es bastante desagradable. Todo está ahí: la sangre, sus restos, los instrumentos. Todo.
-Pero, ¿Por qué? Esta vez fue Lorenzo quien preguntó.
-¿Por qué? ¿Quieren saber ustedes por qué? Porque nos engañó a todos, porque detrás de ese halo de educación exquisita y de don de gentes, se ocultaban una violencia indecible y una crueldad infinita, era tan brutal que podía reducir a cualquier persona que no tuviera su fortaleza mental en una ruina.
            Yo se lo había prometido a Marta y él le había hecho daño. Me había obligado sentir el dolor más antinatural en la vida: un padre llorando la muerte de su hijo –hizo entonces una pausa, sus ojos se encontraban perdidos, como si contemplaran algo que los demás no pudieran ver- Tienen que entenderlo. Le di mi palabra. Cumpliría mi promesa, la que hice en aquella habitación a oscuras, tan pequeña:
-Está oscuro, Papá. Tengo miedo...
            Sabe inspector la gente sencilla sólo tiene un patrimonio: su palabra. Yo tuve que hacerlo. Fue a ritmo de Freddie. Ella así lo habría querido. Adoraba mi música y yo era feliz de compartirla con ella. Ahora todo está acabado y cada uno está en el lugar que le corresponde. Mi niña ahora está “en el regazo de los dioses- In the lap of the gods”, él siempre fue “mentiroso-Liar-”  y yo acabé por apretar el gatillo de la Rapsodia Bohemia; ese es mi delito y la memoria mi condena.
-¿Y el porqué de las mutilaciones? ¿Cómo pretendía ocultarlo?
-¿Las mutilaciones por ocultarlo? No. Pero todo a su tiempo. Después de haberla perdido y de lo que he hecho, no espero nada en lo que me queda de vida. A partir de ahora sólo me podré  dedicar a mantenerle en el olvido y eso pretendía. Al cortarle las manos y arrancarle los dientes, quería robarle su identidad, el alma, que vagara eternamente sin descanso por el daño que nos había hecho y por el dolor que infligió a Marta. Pensé incluso en arrancarle los ojos para sumirle en la oscuridad eterna, pero solo se los cerré para que si era capaz de abrirlos en otra vida pudiera horrorizarse en  su olvido.  
            Cuando realmente le conocí pude ver que lo único que le importaba era la fama, sus ansias de notoriedad y el peor castigo que podía darle en la vida, y en la muerte, era el anonimato, que ni cuando dieran la noticia de su muerte, nadie pudiera pronunciar su nombre. Ese sería su eterno castigo.
-Lorenzo nos marchamos –dijo Domingo frente a un ser invadido por el abatimiento- aún tienes muchos detalles que escribir para la rueda de prensa del Jefe., y volviendo sobre sus pasos, se dirigió al él:
-Por cierto, Sr. Urende, sólo una última pregunta ¿Por qué puso el Ipod en el bolsillo de la americana?
-Inspector no me lo tome a mal lo que le voy a decir-levanto la mirada que había regresado de la oscura habitación para encontrarse con un mundo lúgubre y con los ojos vidriosos buscó los del inspector- pero le voy a ser sincero, no siempre he confiado en la capacidad de la policía. Simplemente quería asegurarme que podría volver a dormir por las noches.

LuisCar

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